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Los próximos cincuenta años de la Tierra

Resumen electrónico de EIR, Vol. III, núm. 8
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Dada la crisis de desintegración general que ahora embiste al sistema monetario y financiero mundial, no es posible que la civilización dure mucho más en este planeta sin regresar de inmediato a un sistema de tipos de cambio relativamente fijos entre Estados nacionales perfectamente soberanos, un regreso a un mundo cuyos asuntos económicos estarían organizados de un modo parecido al del sistema original de Bretton Woods del presidente estadounidense Franklin Roosevelt. La única respuesta racional a esa crisis sería imponer una reorganización general por bancarrota del actual sistema, una reorganización que dependiera del enfoque de principio que tomó el presidente Franklin Roosevelt en marzo de 1933.

Cualquier diálogo de culturas que no reconozca la función indispensable de ese conjunto de convenios sensibles, terminaría apoyando una catástrofe global en esencia inmediata, la de toda la humanidad, dadas las condiciones de crisis de desintegración que embisten al mundo hoy. Ausente la clase de medidas de emergencia de principio que acabo de resumir en las secciones previas de este informe, un diálogo de culturas pronto degeneraría en un batidillo de eclecticismo y, por consiguiente, pronto el propio diálogo prácticamente abandonaría el programa serio en marcha.

El concepto fundamental del que dependió el éxito del diseño y eficacia de un sistema de tipos de cambio fijos como el del acuerdo original de Bretton Woods, es el del Estado nacional republicano perfectamente soberano. Por desgracia, éste es un concepto que, por decir lo menos, representa una idea poco comprendida fuera de las corrientes principales del pensamiento clásico en la historia europea y estadounidense. Todas las partes tienen que adoptar y entender con claridad estos conceptos, que son bastante ajenos en lo axiomático a la cultura asiática, aun hasta hace poco, para emprender un diálogo de culturas, si es que dicho diálogo ha de conseguir sus objetivos.

Por ejemplo, la tendencia a pensar que, como la función de la cultura europea, de forma notable la de los EUA, ha fallado ahora, el pensamiento asiático tiene que cobrar predominancia, al menos en gran medida. Las opiniones que se inclinan en esa dirección han de considerase, a lo sumo, como un reflejo de un entendimiento erróneo y romántico, e infortunadamente muy difundido, de la historia mundial en su conjunto, opiniones a las que aún les falta captar el meollo de que a la historia la determinan procesos, más que las simples pasiones del individuo.

En este respecto, el problema actual es el error de no captar el hecho histórico de que no es alguna nación, sino más bien la versión de 1971–1972 del sistema monetario–financiero mundial actual creado por la facción veneciana, la que ha creado esas condiciones a las que todas las regiones del mundo se han adaptado, el error de no reconocer lo que debiera ser el hecho obvio de que todas las partes de la actual cultura mundial son más o menos igual de culpables en razón de su participación de décadas, fuera a regañadientes o no, en el de por sí perverso sistema monetario–financiero mundial actual de 1971–2004 y cosas correlativas. El problema no es tanto la enfermedad de ninguna nación en particular, sino el acuerdo vigente de todas de compartir la enfermedad.

De ahí que, antes de volcarnos a los aspectos concretos del diseño necesario de semejante sistema de tipos de cambio fijos, tenemos que poner en perspectiva el elemento unificador y, por tanto, de modo implícito monoteísta que reside en la base cultural, para la fundación y existencia de un sistema de veras autosuficiente de Estados nacionales republicanos soberanos, del que en última instancia dependería la idea exitosa de un diálogo de culturas.[69]

Esto significa, al menos de manera implícita, que el Estado nacional republicano eficazmente soberano no debe y, en las condiciones del mundo hoy, no puede fiarse de su propia voluntad autónoma, como los orates del régimen estadounidense de Bush han seguido tratando de hacer. La verdadera soberanía depende de la dedicación conciente y voluntaria de la nación al bien común de todas las naciones y pueblos.

Así, el Tratado de Westfalia de 1648 ilustra este principio de ley natural entre las naciones: la soberanía tiene que ponerse sobre el tapete de los asuntos mundiales poniendo en primer lugar las consecuencias de las decisiones para todas las naciones del planeta, y en segundo sus propias preocupaciones especiales, como quedó claro en la adopción del Tratado de Westfalia de 1648. Ésa fue la diferencia entre los logros del presidente estadounidense Franklin Roosevelt, quien vio el destino de su nación en el futuro del mundo entero, incluso en la liberación de aquellos sometidos al colonialismo, y los miserables fracasos de su neocolonialista sucesor inmediato. De otro modo, sin el principio que reflejó el Tratado de Westfalia, cualquier acuerdo degenerará más o menos con rapidez en un mar de heteronomía. Procedo ahora de inmediato siguiendo esa línea de razonamiento de principio.

Primero que nada, tenemos que ponerle fin al engaño de que los asuntos de lo que se da en llamar “cultura” pueden separase de forma competente de los de la economía o de que los principios de la economía han de inferirse de manera competente de lo que sea que hayan escogido como un conjunto de valores culturales ecuménicos. Es sabido que las políticas vigentes del liberalismo angloholandés sí coexisten, por desgracia, con lo mejor que resta de la cultura europea clásica, pero lo hacen como adversarios a muerte. Éste es un acomodo en el que una torturada cultura europea clásica vive liberalmente con grilletes; es una cultura que mora, y que a veces canta bellamente, como los personajes de “El coro de los prisioneros” de la ópera Fidelio de Beethoven, pero la canción es el himno de los habitantes del calabozo del liberalismo. En cualquier caso, dígase lo que se dijere de las condiciones mundiales del pasado, sin una sociedad organizada de un modo congruente con los principios que pongo de relieve en este informe, como en otros escritos pertinentes, del modo que lo expresa el Sistema Americano de economía política, no hay forma alguna de que un producto feliz de un diálogo de culturas hoy pueda convertirse en una realidad en este planeta.

Lo que ha de considerarse como la conexión oculta y misteriosa entre la cultura clásica y la economía en tanto la define ese Sistema Americano, es una cuestión que yace en el dominio del “verbo vivo”, del modo que he presentado ese tema en un capítulo previo de este informe. Ese tema, el del “verbo vivo”, toca la esencia universal de la naturaleza humana, y define, por consiguiente, lo que es y lo que no es el ordenamiento adecuado de las relaciones humanas en todas las partes de la existencia humana en varios tiempos y lugares pasados, presentes y futuros. La economía, del modo que el Sistema Americano de forma implícita la define, en esencia no es más exclusiva de cualquier cultura que lo que representa en tanto diferencia de principio entre el hombre y las bestias. Es un sistema de relaciones cuya función depende de aquello que es sólo típico en expresión, de aquel progreso científico y tecnológico que representa la frontera externa indispensable en la que la escala y calidad potencial de la existencia de todas y cada una de las partes de la población humana quedan determinadas.

Este concepto es, por supuesto, muy distinto y contrario a esa falsa idea hobbesiana–lockeana del hombre que adoptaron los liberales y otros también. Es, de hecho, el concepto prometeico del hombre, al menos de forma implícita. Es un concepto del cual depende absolutamente el bienestar futuro de la humanidad, en las condiciones que de forma peligrosa le acarrea al planeta la crisis hoy.

El sistema de tipos de cambio fijos no es, a saber, un principio de la naturaleza; es sólo la adaptación de la aplicación del principio a una situación concreta que existía en la época del sistema original de Bretton Woods, y que sigue existiendo hoy como la única expresión práctica de ese mismo principio en las condiciones inmediatas del mundo en este momento. No obstante, es un reflejo práctico vigente de un verdadero principio subyacente de la naturaleza al que, por tanto, le corresponde la victoria final, que es algo que tiene que entenderse precisamente de esa manera.

Sin embargo, dado que las relaciones entre las naciones y los pueblos las determinará la adopción o el repudio al establecimiento de un sistema como el que proyectó el Gobierno del presidente Franklin Roosevelt, no puede haber un diálogo de culturas eficaz sin condicionar la comprensión de esa definición de cultura en general de un modo que sea congruente con la necesidad urgente de establecer un sistema de tipos de cambio fijos. Nunca se ha diseñado reloj eficiente alguno para funcionar en base a la impresión que su apariencia externa cause a sus admiradores. Esa comprensión es ahora un punto de referencia ineludible para abrirle paso a un desenlace exitoso del diálogo mismo.

Ese retorno a un sistema de tipos de cambio fijos sería tan sólo un comienzo. Además de semejantes reformas inmediatas al sistema monetario–financiero mundial, que son absolutamente imperativas, el mundo ahora atraviesa por cambios profundos cuyas implicaciones rebasan por mucho todo lo que las instituciones ahora dominantes han estado dispuestas a considerar. El restablecimiento de un nuevo sistema de tipos de cambio fijos debiera considerarse apenas como una piedra angular más o menos permanente, sobre la que tienen que erigirse adaptaciones exitosas mayores y a veces radicales a los cambios venideros.

Al iniciar así el presente capítulo de este informe, debe advertírsele al lector, pero no en el sentido de que esto lo alarme, que conforme pasamos ahora al tema de la dinámica interna de un nuevo sistema mundial de Estados nacionales republicanos soberanos separados, pero que colaboran, estamos bregando con un tema que, en su expresión perfeccionada, tiene cierta unidad de efecto de una sublimidad elegante, pero también de una simplicidad aparente que sólo puede alcanzarse mediante lo que pareciera ser un contrapunto maravillosamente complejo.

A fin de cuentas, tras reflexionar lo suficiente sobre este aspecto paradójico del asunto, debemos reconocer que este contrapunto refleja también la forma en que funciona la mente humana en su grado óptimo, un estado mental que “el mejor de los mundos (universos) posibles” de Leibniz refleja. El ataque de Leibniz a la falsedad perversa del Ensayo sobre el entendimiento humano de John Locke, refleja el mecanismo por el cual se concreta este sentido de participación individual en ese universo. Leibniz prescribe que la existencia de la sociedad requiere un compromiso fundamentalmente de principio con el fomento de la felicidad humana de un ser que en esencia es inmortal, del modo que antes esbocé ese caso para el principio del bienestar general. Así, el concepto de la unidad funcional de una comunidad de Estados nacionales republicanos respectivamente soberanos expresa la unidad natural de efecto a lograr, para lo que la naturaleza humana, en tanto expresión de la especie de un ser inmortal, fue implícitamente diseñada.

Por tanto, tiene una importancia crucial señalar que el Sistema Americano de economía política fue producto del rechazo a ese sistema liberal opuesto, el cual, aun hoy, es típico del mismo razonamiento lockeano de los esclavistas de la Confederación entonces: la doctrina esclavista del denominado “valor del accionista”, el mismo principio lockeano de la usura que rige hoy bajo el FMI posterior a 1972. Fue la cultura antilockeana (es decir, antiliberal) que representó la intervención destacada de Benjamín Franklin, una cultura con la fuerte influencia de la personalidad de Godofredo Leibniz, de la forma más marcada, que dio a luz a ese diseño del Sistema Americano descrito por el secretario del Tesoro, Hamilton.

O sea que hay una reciprocidad natural de principio entre las nociones humanistas de cultura y economía, una conexión arraigada en esa distinción entre el hombre y las bestias que expresa lo que antes definí como la función del “verbo vivo”.

Así que, para entender lo que ha de suceder ahora, es esencial reconocer que aunque la institución del Estado nacional soberano moderno fue establecida en Europa hace apenas unos cuantos siglos, la necesidad de la misma para el mundo moderno ya existía en la forma de principio físico universal, en la noción de la naturaleza específica original del ser humano en tanto personalidad inmortal. El hecho de que la institución del Estado nacional soberano sea vista como una invitada muy tardía en el desarrollo de nuestra especie, no refleja más que esa prolongada estancia de la humanidad en estados de desarrollo cultural patéticamente infantiles. Por consiguiente, el desafío subyacente en un diálogo de culturas hoy, es la urgencia de liberar a las capas influyentes principales de toda la humanidad, de las garras de los hábitos culturales considerados como las virtuales “enfermedades de la niñez” de la cultura humana hasta la fecha.[70]

Las premisas científicas de esa perspectiva, que algunos por equivocación considerarán una afirmación debatible, ya han quedado desarrolladas a un grado significativo de aproximación en secciones previas de este informe, en especial al abordar la noción del “verbo vivo”. Sin embargo, ahora hemos llegado a la etapa de este informe en la que la más crucial de las implicaciones prácticas de este principio ha de aclararse con mayor perfección, aun al presentarla a un público en el que figuran personas que quisieran discrepar, incluso con pasión.
La llave de principio para este requisito del Estado nacional republicano soberano yace, como acabo de recalcar esto de nuevo, en el cruce del principio físico universal de la cognición de los individuos con la función de lo que he identificado como el verbo vivo, este último en tanto medio de comunicación de ideas de principios físicos universales y otros relacionados en la sociedad. Ese cruce define la noosfera del modo que la asociamos con el razonamiento de Vernadsky.

En razón de esta distinción, aunque el hombre cuenta con los atributos mortales de un animal (un mamífero), la definición y continuación de la existencia del ser humano individual, en tanto humana más que bestial, en cualquier caso dependen del aspecto inmortal del hombre del modo que lo expresan sus facultades cognoscitivas. A pesar de la hostilidad que enfrenta la idea de la existencia de esas facultades cognoscitivas que, a saber, los doctrinarios reduccionistas han negado con pasión que exista,[71] tenemos que definir la existencia de la especie humana como la perspectiva de una especie que ha de ubicarse, en lo funcional, absolutamente aparte y por encima de la categoría de la vida animal. Es el aspecto inmortal de la vida del ser humano individual, los poderes creativos del individuo, el alma cuya existencia ha de comprenderse a esta luz, lo que aparta al hombre de todas las otras especies vivientes.[72]

De ahí que la forma de organización de la sociedad que se ajusta a los requisitos del ser humano individual y, por consiguiente, a los de su especie, es una que está estructurada en torno al concepto de lo que he definido antes en este informe como el verbo vivo.

Ésa es la base de principio para emprender un diálogo de culturas exitoso.

Esto significa que la sociedad debe organizarse en torno a cómo se vuelven comunicables las ideas (los verbos vivos) entre quienes comparten un idioma específico, un idioma específico cada vez más culto, que se sitúa en relación con otros rasgos culturales, tales como ese progreso científico y tecnológico en la economía que está relacionado con el uso de ese idioma.

El suelo natural de ironía para los miembros de una cultura específica, es el de las alusiones accesibles comunes que comparten quienes usan ese lenguaje, la herencia de la acumulación de ironías actualizadas, y también potenciales, en el uso de un lenguaje cuyo uso está concentrado, en tanto clase, en cierta región con ciertas costumbres. Éstas son las ironías, incluyendo las de la historia de un pueblo, que expresan la experiencia que es más o menos de común acceso para quienes hablan un idioma nacional en cierto momento, y que ofrecen la base común para realizar un rico intercambio de una cierta calidad de comunicación irónica entre ellos. Este conjunto específico de ironías acumuladas dentro de una cultura en particular, forma la principal fuente de paradojas a emplear para la generación de ideas que tienen las cualidades de verbos vivos.

Los lenguajes como los conocemos son, en sus aspectos intelectuales inferiores, objetos de los sentidos de la vista, el oído y demás. Sin embargo, el contenido humano de esos idiomas es el contenido cognoscitivo del lenguaje, del modo ubicado en el medio que representa el verbo vivo, a diferencia del parloteo de los pericos entrenados, ciertas variedades de mirlos, los meros gramáticos o, dirán algunos, los seguidores de los profesores Norbert Wiener y Noam Chomsky. Aquí, en ese cuerpo del verbo vivo, confluye toda la humanidad.

Sin embargo, la forma en que esos verbos vivos surgen en tanto expresión del conocimiento real, depende de las funciones de lo que puede describirse como la dialéctica socrática de Platón, del modo que cada uno en particular tiene su propia forma de desarrollar dicha dialéctica. El conocimiento es la montaña común que todas las culturas tienen que escalar, pero cada una por una vía diferente, desde un punto de partida diferente. El potencial de que haya una convergencia ecuménica de principio mutuamente acordada, yace en el dominio del verbo vivo, no en los aspectos de lo que podría compararse con el parloteo humanesco de los pericos o de los sonidos sintetizados de una computadora, o las álgebras gramaticales.
La separación de las culturas nacionales deviene, así, fundamental, pues los verbos vivos nacen en la mente al prestarle atención a esas paradojas encontradas, a la espera, en una cultura idiomática específica, como la hablada. De prohibirle a cualquier parte de la familia humana experimentar el proceso de desarrollar el conocimiento de los verbos vivos de esta forma soberana, estaríamos prohibiéndole a esa parte de la humanidad el acceso a los medios que tienen disponibles, y con los cuales pueden adquirir el conocimiento de las verdades comunes que representa su participación en los verbos vivos.

La idea del imperio o, de lo que prácticamente es lo mismo, de la globalización, es en y de por sí una negación de la humanidad de todas las partes que integran la cultura humana.

Por decirlo de otro modo, el asunto de la cultura es el asunto de la verdad, del modo en que el método dialéctico platónico brinda una norma formal de veracidad; no es la “verdad absoluta” de las ideas particulares del momento, sino la verdad de estar libre de los efectos del desapego temerario por aquellas nociones de veracidad que quedan mejor identificadas con ese concepto que a lo largo de este informe he llamado “el verbo vivo”. Con “veracidad” debiéramos referirnos a “una cualidad de aquello que al presente podemos conocer”. Aun si lo planteado es correcto en lo formal, sin una norma de veracidad no hay nada de cierto en lo que se cree y, en consecuencia, puede que la sociedad dé tumbos de una catástrofe de incertidumbre como la de los sofistas a otra. Así, la idea de veracidad en la toma de decisiones depende de ocupar a las poblaciones de cada cultura en la clase de proceso que de forma resumida he delineado aquí. Unimos a las culturas evocando una experiencia común de los verbos vivos a través de los medios específicamente adecuados a los antecedentes de la experiencia compartida o, al menos, compartible.

Por tanto, el objetivo tiene que ser, no buscar una componenda entre opiniones discrepantes, sino las verdades superiores que existen en tanto verbos vivos, en las cuales culturas diferentes tienen que convergir con un propósito común. Esta cuestión puede reformularse aquí en los términos siguientes.

Pueda que estas ideas le sean accesibles a quienes hablan un idioma diferente, o que el que habla esté familiarizado con una cultura de lenguaje diferente, pero la forma en que se formulan en la mente del que las usa encuentra su base necesaria en las ironías que pueden generarse en su propia lengua. Sin embargo, las ideas que son válidas serán susceptibles de que las reconozcan, de nuevo, como válidas en cada cultura de lenguaje, siempre que esa cultura sea una lo bastante desarrollada.

Sin un acceso a esa acumulación de ironías actualizadas y potenciales, el desarrollo de los verbos vivos compartidos se ve abortado, al menos a un grado significativo en lo funcional. De forma parecida, una población que no está acostumbrada a usar esas funciones de la ironía dentro de los márgenes del propio uso que hace de su idioma, carecerá de una capacidad bien desarrollada para funcionar de forma eficaz como una ciudadanía de esa nación, o para bregar con la clase de ideas que representan los requisitos de las expresiones competentes de una ciudadanía. En efecto, puede decirse que el miembro de la sociedad que carece de ese grado de desarrollo cognoscitivo potencial está “estupidizado”.

Esta clase de distinción en y entre las culturas expresa conexiones que tienen una historia. Estas conexiones entre culturas representan historia. Fíjate por un momento en algunas de las implicaciones decisivas pertinentes de ese hecho de la historia reciente. Comienza por uno de los más importantes de entre los hechos desagradables.

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[69]Quienes estamos familiarizados con las intimidades de la civilización, recordamos que fue el panteísmo y la proclividad a la guerra religiosa que importó la Roma imperial y su panteón, sobre todo de Asia occidental, lo que ha representado la más dañina de las infecciones culturales que ha padecido la cultura europea desde el nacimiento de Europa en la antigua Grecia posterior a Homero. Ver, De pace fidei, de Nicolás de Cusa. Ver también mis comentarios anteriores aquí sobre el gnosticismo de Claudio Ptolomeo, que tuvo orígenes similares.

[70]Esta noción de “enfermedades de la infancia” también es, de forma notable, un concepto específicamente cristiano, el concepto de la redención de la humanidad de los errores de sus “enfermedades de la infancia”, como los imperios, el feudalismo, y otros similares o peores; que la humanidad, cuya naturaleza es de suyo buena, podía elevarse a la condición de la redención de esa bondad de su especie, una condición de desarrollo congruente con la intención original del Creador para nuestra especie. El mal consiste en el rechazo del bien en nosotros mismos, por el sometimiento a los aspectos bestiales de ese cuerpo animal en que habitamos por el momento. El principio del liderato político y similar, como el de Juana de Arco o Martin Luther Luther King, consiste en que tenemos que usar nuestros cuerpos, no ser usados por ellos. O usamos nuestra bestialidad con sensatez, como lo implica el principio del ágape, o nos usará a nosotros. No obstante, en lo visible esto también es una idea universal de anhelo por la unidad de intención con la del Creador, como lo atestigua el método científico clásico desde Platón hasta lo mejor de los modernos, lo cual constituye la base común intrínseca de un diálogo de religiones eficaz.

[71]Como Emanuel Kant, por ejemplo.

[72]Es decir, que el comportamiento de la especie humana, en especial la capacidad de nuestra especia para aumentar su densidad relativa potencial de población a voluntad, no se ubica en la naturaleza mortal (por ejemplo, animal) de nuestra especie, sino en los poderes cognoscitivos únicos del individuo humano. El cardenal Nicolás de Cusa ha dicho que la bestia participa del hombre, como él participa de Dios. Por tanto, la bestia, que carece de inmortalidad, en términos funcionales participa de la existencia del ser inmortal, el individuo humano, en tanto hombre, que mediante el principio del verbo vivo participa de Dios como la persona viva del Creador.