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Del Teetetes de Platón al pentagramma miríficum de Gauss: una lucha por la verdad

por Bruce Director

En el 399 a.C., cuando la confusión económica y política de las guerras del Peloponeso turbaba a Atenas, un Sócrates maduro sostuvo una conversación notable sobre la causa de dicha crisis con un joven extraordinario. Más de 30 años después, al enfrentar la continuación de esa misma crisis, Platón inmortalizó ese intercambio en un drama histórico que se conoce desde entonces por el nombre del interlocutor de Sócrates, Teetetes. Para entonces, hacía mucho que a Sócrates lo habían enjuiciado y ejecutado, y que Teetetes había muerto a consecuencia de las heridas que sufrió en una batalla cerca de Corinto.

Platón, como uno de los protagonistas de esa historia, insistía que la pregunta central de ese coloquio —¿qué es el conocimiento?— tenía una importancia trascendental para la supervivencia inmediata de la cultura griega. Fue así que ubicó su drama en el marco histórico en el que ocurrió, a fin de incitar a sus contemporáneos y a toda generación subsiguiente, como la nuestra, a encarar esta pregunta del modo debido: como la cuestión determinante de vida o muerte para la civilización.

Como en todo drama clásico, la escena inicial del Teetetes prepara el terreno para lo que sigue, al brindarle al público el telón de fondo histórico desde el cual puede ver los acontecimientos que se desenvuelven. En este caso, tales acontecimientos aparecen en oídos de Euclides de Megara y Terpsión, quienes recrean la célebre conversación unos 30 años después de que ocurrió. Esta retrospectiva surge cuando Euclides le informa a Terpsión que acaba de estar en el puerto y ha visto que a Teetetes lo llevan para Atenas, al resultar malherido en una batalla cerca de Corinto y padecer de la disentería que ha infectado el ejército.

Al oír estas noticias, Terpsión exclama, “Un gran hombre va a dejarnos”, lo que lleva a Euclides a recordar:

Venía a mi memoria la maravillosa previsión de Sócrates, que también se mostró feliz al juzgarle. Creo recordar que fue poco antes de su muerte cuando Sócrates conoció a Teetetes, todavía adolescente. Nomás verle y tratar con él, su admiración por su porte creció de punto. Y cuando yo fui a Atenas me dio a conocer toda la conversación que había tenido con él (bien enjundiosa por cierto) y llegó a decirme que Teetetes sería famoso, si alcanzaba una edad prudente.

Como la Oda a una urna griega de John Keats, la introducción de Platón induce en nosotros una ráfaga de preguntas: ¿quién era este Teetetes? ¿Cómo fue su vida? ¿Por qué murió? ¿De qué se trataba esa batalla? ¿Por qué se dio? ¿Qué esperanza fundó Sócrates en él? ¿Qué acababan de perder los griegos?

Al presentar a Teetetes al momento de su muerte, Platón trató de que sus contemporáneos reflexionaran sobre tales preguntas, en la esperanza de que entenderían que lo que Sócrates había identificado en el joven Teetetes era la clave para darle marcha atrás a su desgracia continua. Pero, como lo atestigua la historia de la civilización griega, los contemporáneos de Platón no se espabilaron, y dicha civilización siguió deteriorándose, para ceder al fin ante el poder de la Roma imperial.

La historia de Platón también debería inflamar hoy a nuestros contemporáneos. Pero, en su mayoría, no ven esta historia. Semejante desinterés no indica una mera falta de refinamiento; da fe de que nuestra cultura moderna padece el mismo mal que la de Platón. Aunque no podemos cambiar cómo respondieron los contemporáneos de Platón a su drama, sí podemos determinar la forma en que lo hará la nuestra. Su historia ya está escrita; la nuestra aún no.

 

La vida y época de Teetetes

La batalla en la que Teetetes resultó herido de muerte tuvo lugar cerca de Corinto en el 369 a.C., y fue parte de una serie de guerras intestinas permanentes que habían devastado a Grecia durante gran parte del siglo previo. En la primera parte del siglo 5 a.C. los griegos se habían unido para defenderse de una sucesión de ataques militares del Imperio Persa. Dicha defensa tuvo éxito gracias al desarrollo moral e intelectual relativamente superior de la sociedad griega sobre el de la Persia imperial. Esta calidad superior de desarrollo era un reflejo del concepto de la naturaleza del hombre que había venido evolucionando en el mundo de habla griega, como es típico de las reformas de Solón y los descubrimientos científicos de Tales y los pitagóricos.

En reacción a su derrota, los imperialistas reconocieron que para doblegar la cultura relativamente superior de Grecia, tenían que minar su dedicación al fomento de las facultades mentales creativas. Para el 450 a.C., los griegos empezaron a sucumbir ante este ataque más sutil y, en últimas, más exitoso que provenía de los cuarteles imperiales. Operando por medio de sus confederados de la secta de Apolo en Delfos, los poderes imperiales cultivaron a una “coalición de los dispuestos” entre los elementos más atrasados y corruptos de la sociedad griega, caracterizada por la alianza con eje en la ciudad estado de Beocia.

El dinero, el poder y las creencias religiosas sectarias que le rendían pleitesía a los misteriosos poderes irracionales de dioses míticos que consideraban a los seres humanos como bestias, corrompieron y reclutaron a estos populistas antiguos. La facción imperial sentía un odio común por el concepto del hombre que expresaban las ideas de Solón, Heráclito, Tales y los pitagóricos, de que las facultades creativas de la mente distinguían al hombre de todas las demás criaturas. A diferencia de los animales, que son esclavos de la sensopercepción, los seres humanos pueden captar, con su mente, los principios de cambio imperceptibles que gobiernan la conducta de los objetos de los sentidos. Los pitagóricos bautizaron a tales principios con la palabra griega “dúnamis”, cuya traducción al castellano es “poder”. Cuando este poder cognoscitivo, y no los objetos de los sentidos, guía sus acciones, el hombre adquiere un dominio creciente del universo físico mismo. Así, como Solón lo planteó en sus leyes y Sócrates lo afirmó con el trabajo de toda una vida, la única forma de mejorar la condición humana es perfeccionando las facultades de la mente.

En su corrupción de la cultura griega, los poderes imperiales recibieron la ayuda de los sofistas, quienes empezaron a pulular en Atenas a mediados del siglo 5, cobrando fuertes sumas por enseñarle a los hijos de los atenienses pudientes a usar las artes de la oratoria para convencer a otros de despedirse de su dinero, su moralidad y su juicio. Como antiguos Elmer Gantrys o antepasados de los actuales asesores políticos o financieros, el éxito de los sofistas dependía de la creciente disposición de la población a ir en pos de la falsa ilusión del poder sensorial y el dinero, tal como los sesentiocheros actuales caen en cada trampa alucinante de sexo y dinero que emana de la internet.

Los sofistas, que aceptaban la negación de la existencia de la creatividad humana en tanto axioma, insistían, por ende, que nada podía conocerse excepto lo que se percibe por los sentidos. Todo lo demás no es más que cuestión de opinión, y su veracidad la determina sólo su popularidad del momento. Para los sofistas, y para quienes creían en ellos, la verdad no existía, porque interferiría con el aparente poder ilusorio que había producido la sofistería.

Conforme creció la popularidad de los sofistas, las condiciones de Grecia empeoraron, llevando a las desastrosas guerras del Peloponeso que diezmaron a la mayor parte de Grecia del 431 al 404 a.C., y que dejaron a Atenas en un estado de extrema decadencia económica, cultural y política. Pero las guerras no acabaron en el 404 a.C.; continuaron como alianzas cambiantes que pusieron a todos contra todos, en una guerra permanente que devoró al mundo de habla griega. En el 369 a.C. un ejército de Esparta y Atenas, que habían sido aliadas contra los persas, pero que devinieron en enemigos en las guerras del Peloponeso, se combinaron de nuevo en una batalla contra los restos de la moralmente corrupta liga beocia controlada por los persas. Fue en esta batalla que Teetetes recibió las heridas que le costaron la vida.

Pero, treinta años antes, Teetetes aún era un joven que maduraba en una Atenas flagelada por la corrupción del sofismo. Tales fueron las circunstancias de su intercambio memorable con Sócrates
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Teetetes y Sócrates dialogan

El drama de Platón reseña esa conversación como la lectura de la trascripción que Euclides hizo de lo que Sócrates contó sobre ese día. Como informa esa transcripción, la conversación empezó con un debate entre Sócrates y Teodoro de Cirene, un pitagórico conocido por sus investigaciones de las magnitudes inconmensurables. Sócrates, expresando su preocupación por el futuro de Atenas, Sócrates. pregunta “si entre los jóvenes de allí hay algunos que demuestran interés por la geometría o por algunas ramas de la filosofía”. Teodoro señala a uno, el antedicho Teetetes, diciendo que:

No es hermoso. Por su nariz chata y sus ojos saltones tiene cierta semejanza contigo. aunque esos rasgos los presente menos acentuados que tú. Hablo sin recato alguno, ya que, de todos cuantos he encontrado hasta ahora (y he tenido ya relación con muchísimos), no he visto a ninguno que disfrutase de una naturaleza tan maravillosa. Fácil para aprender, cual ningún otro, y con una dulzura sin igual, posee también un valor con el que aventaja a todos. Tengo para mí que no se ha dado otro ejemplo como él, ni creo que llegue a darse. Pues quienes poseen su agudeza, su sagacidad y su memoria se inclinan con mucha mayor facilidad hacia la cólera y se ven llevados a bandazos como navíos sin lastre, dominados más por el extravío que por el valor. Y aun aquellos que pasan por más serios tienen una inclinación hacia los estudios mucho mas ahíta de indolencia y de olvido. Éste, en cambio, se comporta tan sencilla, lisa y eficazmente en sus estudios y demuestra tal mansedumbre en sus indagaciones que más semeja el fluir silencioso del aceite, pues hasta tal punto es digna de admiración, en un joven de tal edad, esa manera de conducirse.

Con esta viva introducción, Sócrates invita a Teetetes a explorar una pregunta que los sofistas insistían no podía responderse y no debía preguntarse: “¿Qué cosa te parece ser la ciencia?” A pedido de Teodoro, Teetetes se integra al grupo. Sócrates inicia el debate con una serie de preguntas destinadas a establecer que no está refiriéndose al conocimiento de una cosa específica, sino al principio general del conocimiento mismo.

Como respuesta, Teetetes dice confiado:

Ahora sí que veo clara la cuestión, Sócrates, y se parece mucho a la que nos ocupó hace un momento, cuando discutíamos tú y yo, mejor dicho ese Sócrates homónimo tuyo. . .
Al hablarnos de los poderes [dúnamis], mostraba Teodoro que los de tres y cinco pies no son, en cuanto a su longitud, simétricos a los de uno, extremo éste que comprobaba al tratarlas una a una hasta llegar a la de diecisiete pies. Pero de aquí no pasaba. Se nos ocurrió pensar entonces, puesto que el número de poderes aparecía como infinito, que convendría unirlos en uno solo, con el cual pudiese designarse a todos ellos.

Teetetes le demuestra entonces a Sócrates cómo había superado a su maestro y descubierto un principio general de las inconmensurables (ver figura 1). No un principio específico para esta o aquella magnitud inconmensurable, dice, sino el principio general, el poder (dúnamis) a partir del cual se generan estas inconmensurables.

 

La idea de poderes

Esta idea de poderes está al centro de toda ciencia desde entonces hasta ahora. El ejemplo simple que usa Teetetes —de que los poderes que incrementan una línea son distintos de los que aumentan un área, los cuales a su vez difieren de los que acrecientan un volumen— es una expresión de la capacidad de la mente humana para ser un amo, no un esclavo, de los objetos de los sentidos. Desde su apariencia visible, parece que a la línea, el cuadrado y el cubo los genera la misma cosa. Al cuadrado lo confinan líneas; al cubo, cuadrados. La arista de un cubo y el lado de un cuadrado son líneas que, por su apariencia visible, no pueden distinguirse de una línea simple. Sin embargo, como descubrieron los pitagóricos, la línea que genera un cuadrado es inconmensurable en relación con una línea simple, y la que genera a un cubo lo es en relación con las otras dos.

Teetetes fue más allá. Reconoció que la línea que dobla un cuadrado es inconmensurable en relación con la que triplica un cuadrado, la cual, a su vez, es inconmensurable en relación con la que lo cuadruplica, etc. Pero, aunque estas magnitudes están separadas y son distintas, pueden considerarse como expresiones de un solo principio. Ese principio, aunque parecía ilimitado, en realidad estaba acotado, pues carecía del poder de doblar el cubo. Esos poderes cúbicos, afirmaba Teetetes, eran poderes de una especie diferente.

Al oír a Teetetes plantear su descubrimiento, Sócrates exclama con gran placer que Teodoro tenía toda la razón en alabar las facultades cognoscitivas de su alumno. Pero ahora Sócrates plantea la cuestión más elemental: “Procura dar razón de lo que es la ciencia”. Esto hace que Teetetes advierta que no merece la alabanza, porque no pudo contestar la pregunta general.

La transcripción de Euclides cuenta lo que sigue:

Sócrates: ¿Pues qué? Supón que te hubiese ensalzado como corredor y que afirmase no haber encontrado otro que te aventajase, ¿piensas que sería menos verdadero el elogio por el hecho de que te venciese en la carrera un competidor en la plenitud de las fuerzas?
Teetetes: Yo, al menos, no lo pienso así.
Sócrates: ¿Crees entonces, como decía yo hace un momento, que la ciencia sea un descubrimiento sin importancia, al que no interesan en modo alguno los espíritus privilegiados?
Teetetes: No, ¡por Zeus!, a mi juicio debe contar con los espíritus privilegiados.
Sócrates: Confía, pues, en ti mismo y piensa que Teodoro está en lo cierto. No cejes en nada en tu propósito y procura dar razón de lo que es la ciencia.
Teetetes: Toda mi buena voluntad, Sócrates, estará a prueba.
Sócrates: ¡Adelante!, ya que tú mismo nos das hábilmente la pauta para ello. Intenta si acaso tomar como modelo la contestación sobre los poderes y, al modo como entonces comprendías su pluralidad bajo una forma única, busca también una razón para la pluralidad de las ciencias.

El drama de Platón sigue relatando esta conversación histórica en la que el venerable Sócrates, preocupado por el futuro de su país, al que ha visto decaer por la corrupción de la sofistería, procura infundir en el joven genio un compromiso estricto con la verdad y un entendimiento del método para buscarla. Sócrates le ruega que use su experiencia personal de un descubrimiento creativo como pendón para perseguir la cuestión más fundamental. A lo largo del diálogo, Sócrates alienta a Teetetes a confiar sólo en su conocimiento del poder del descubrimiento, y no en el de cosas específicas.

Sócrates reconoce que aunque esta experiencia creativa sólo puede tener lugar en la mente humana individual, la sociedad entera depende de que ocurra seguido. Por tanto, insiste, como un viejo preocupado por lo que será de la humanidad a su muerte, tiene que dedicarse a inspirar esta capacidad en otros. Se compara a sí mismo con su madre, quien, como comadrona, ayudó a traer niños a este mundo, en tanto que él ayuda a traer ideas. Procura inspirar en Teetetes una pasión tan fuerte por la verdad que, conforme asuma mayor responsabilidad por la sociedad, estará dispuesto a supeditar sus pensamientos al escrutinio necesario para determinar si ha producido algo verdadero o sólo “malos alimentos”. Si Sócrates tiene éxito en su empeño, entonces habrá creado un guerrero contra el sofismo.

Para conocer el relato completo, el lector debe recurrir al diálogo de Platón. Pero, para nuestros propósitos aquí, debemos subrayar el comentario final de Sócrates:

Si después de lo que queda dicho, Teetetes, tratas de concebir o concibes realmente algo mejor, no cabe duda de que habrás alcanzado la plenitud de la ciencia, a través de este examen. Pero si, en cambio, permaneces vacío de todo, entonces será menos pesado para los que frecuentan tu trato e incluso más humano, porque ya no pensarán que sabes lo que realmente no sabes. Ése es todo el poder de mi arte. Nada más pretende ni me lleva tampoco a conocer lo que saben todos esos hombres, que fueron y aún son hoy grandes y admirables. ¡Ah!, pero este arte mayéutico, mi madre y yo lo hemos recibido de Dios; y ella lo emplea con las mujeres, en tanto que yo hago uso de él con cuantos jóvenes nobles y hermosos existen. Ahora, sin embargo, debo comparecer en el pórtico del Rey para contestar a la acusación de Melitos. Mañana, al romper el día, volveremos a encontramos aquí.

Melito acusó a Sócrates de irreverente y de corromper a la juventud, por oponerse al sofismo en Atenas. En el juicio, Sócrates advirtió que si Atenas seguía capitulando al sofismo, lo pagaría muy caro. Él fue condenado y ejecutado. La historia atestigua, como señaló Euclides, que todos los pronósticos de Sócrates se cumplieron.

 

Arquitas

A dos años de la muerte de Teetetes, una coalición de pitagóricos que libraban una pelea en el flanco occidental contra el imperialismo encabezado por los persas, llamó a Platón a Siracusa. Platón había visitado esta región 25 años antes, poco después de la muerte de Sócrates, en busca de colaboradores potenciales contra los sofistas aliados de los persas. Este primer viaje lo habría acercado a los círculos que rodeaban a Arquitas, un gran estadista y científico asentado en Tarento, una plaza pitagórica. Entre los logros científicos de Arquitas figuraban un estudio cabal de música, astronomía, mecánica, y su famosa solución al problema de doblar el cubo.

Arquitas se había establecido como uno de los dirigentes políticos más importantes de la región, al habérsele elegido como general por siete años, aunque lo común era uno. Como pitagórico, insistía que a la política debían guiarla principios científicos, y no la sofistería. Estos pitagóricos de Sicilia y el sur de Italia pretendieron influenciar a Dionisio II, el tirano de Siracusa, para que rechazara la sofistería y regresara a las tradiciones de Solón. Pero esto fracasó, y Platón pronto regresó a Atenas creyendo a los siracusanos demasiado corruptos como para escuchar su consejo. Aunque entonces, en el 361 a.C., Platón consideraba definitiva su apreciación, Arquitas le imploró que regresara, en otro intento por consolidar un flanco contra el sofismo.

Respetando el juicio de Arquitas, Platón partió, sólo para verse sentenciado a muerte por un Dionisio más interesado en su poder que en convertir su reino en una república. Pero liberaron a Platón por intervención directa de Arquitas, y regresó a Atenas, donde, entre otras cosas, escribió la impresionante historia del intercambio entre Teetetes y Sócrates.

En los años que siguieron, Platón siguió recalcando la importancia de la conexión entre la ciencia y la política. En Las leyes, su último intento por sacar a la cultura griega de la zanja en la que había caído, Platón se lamenta de que los atenienses fueran como cerdos angurrientos, porque habían llegado a ignorar los principios para doblar el cuadrado y el cubo. Semejante ignorancia no sólo volvió ajenos a los griegos los principios científicos básicos; peor aun, al carecer de una experiencia personal y directa con el descubrimiento creativo, los habían convertido en bestias.

Eratóstenes inmortalizó el acento que Platón ponía en la relación entre este desarrollo de las facultades creativas de la mente humana individual y la condición de toda la sociedad, en su caracterización del problema de doblar el cubo como el problema “deliano”. Según Teón de Esmirna, Eratóstenes escribió en su Platónicus:

Cuando el dios les anunció a los delianos por medio del oráculo que si querían librarse de una plaga debían construir un altar el doble del existente, una gran confusión hizo presa de sus artesanos al intentar descubrir cómo podía doblarse un sólido. Por consiguiente, fueron a preguntarle a Platón, y él contestó que lo que el oráculo quiso decir no era que el dios quería un altar del doble del tamaño, sino que lo que pretendía, al asignarles la tarea, era avergonzar a los griegos por su abandono de las matemáticas y su desprecio por la geometría.

En el diálogo de Platón, Teetetes habla de este problema deliano cuando, después de contarle a Sócrates su descubrimiento de toda la especie de las magnitudes cuadradas, dice: “Otro tanto razonamos para los sólidos”. No sabemos hasta dónde conocía Teetetes los sólidos a esta edad; sin embargo, la historia muestra que fue él quien hizo el primer estudio completo de la ciencia egipcia pitagórica de los cinco sólidos regulares esféricos “platónicos”.

El significado de que Teetetes refiriera los sólidos en este marco sólo se aclara cuando lo vemos desde la perspectiva de la solución de Arquitas al problema deliano. Y a la inversa, la solución de Arquitas al problema deliano sólo puede entenderse desde la óptica de la historia de Teetetes.

Como Teetetes indicó en su deliberación de joven, las magnitudes inconmensurables relacionadas con los poderes cuadrados, aunque distintas, pueden considerarse como un solo poder. Esta unidad la expresa de forma armónica la proporción de una media geométrica entre dos extremos. No obstante, como lo descubriera Hipócrates de Quíos una generación antes, las magnitudes inconmensurables relacionadas con los poderes cúbicos las expresa de un modo armónico la proporción de dos medias geométricas entre dos extremos (ver figura 2).

Como lo expresó Platón en el Timeo, es el universo real, no las matemáticas formales, lo que define cuál de estas proporciones es real:

Si el cuerpo del universo hubiera tenido que ser una superficie sin profundidad, habría bastado con una magnitud media que se uniera a sí misma con los extremos; pero en realidad, convenía que fuera sólido y los sólidos nunca son conectados por un término medio, sino siempre por dos.

Que Platón, Arquitas y Teetetes se concentraran en el problema deliano volvió locos a los sofistas, pues éstos insistían que no podía saberse que algo fuera cierto, salvo la percepción sensorial. En consecuencia, los sofistas nunca hubieran podido doblar el cubo, porque, como muestra la solución de Arquitas, el cubo no puede doblarse con ningún método aparente para la percepción sensorial.

Como una media entre dos extremos puede expresarse mediante el movimiento de un ángulo recto en un círculo, parecería, desde la óptica de la sensopercepción, que dos medias podrían expresarse con un movimiento similar en una esfera (ver figura 3). Esta creencia falsa la apuntala el hecho de que el cubo, como uno de los cinco sólidos regulares, puede inscribirse y circunscribirse perfectamente dentro de una esfera. Pero Arquitas demostró que la acción que produce dos medias entre dos extremos no es meramente esférica; requiere el conjunto de acciones que genera una intersección entre un toro, un cilindro y un cono (ver figura 4). Esta forma de acción superior (como se indica a continuación) pertenece al dominio que Gauss y Riemann denominarían luego como “hipergeométrico”.

Los sofistas y sus amos imperialistas toparon con el problema de querer los resultados del descubrimiento científico, al tiempo que exigían la supresión de las facultades creativas de la mente que los generaban. Decidieron promulgar una nueva forma de religión sectaria disfrazada de ciencia. Este dogma lo codificó Aristóteles, un agente imperial dedicado a sofocar el método de los pitagóricos y Platón.

El credo prácticamente satánico de Aristóteles, transformado como por encanto en formas diversas como el empirismo, el reduccionismo, la teoría de la información y demás, es el arma principal que quienes enarbolan la causa imperial han esgrimido contra la ciencia de entonces al presente. En una cruzada bajo la bandera de la “ciencia objetiva”, los esbirros de Aristóteles exploraron, no el mundo real, sino el horrible mundo fantástico que la oligarquía pretendía crear: un mundo libre de la creatividad humana. Después de todo, en términos objetivos, la mente humana es parte del universo real. Así, la única ciencia verdadera es una objetivamente subjetiva.

La sofistería que ejercía Aristóteles la ilustra el método y organización de los Elementos de Euclides.

 

Euclides y la sofistería de los Elementos

Los Elementos se yerguen sobre un andamiaje de axiomas, postulados y definiciones sin comprobar, y que nunca podrían probarse. Al centro de ese andamiaje está el supuesto de que el espacio físico se extiende de forma lineal, a infinito, en tres direcciones mutuamente ortogonales. Sobre este andamiaje, Euclides construye un edificio de teoremas del que deriva, por deducción lógica, un compendio de resultados que empieza con las figuras planas, y termina con los cinco sólidos regulares, intercalando en medio la teoría de las inconmensurables. Toda esta estructura no sólo se desmorona si los supuestos que son su fundamento prueban no ser ciertos (que no los son), sino que, aun más importante, nada de esos Elementos pudo haberse descubierto, ni lo fue, por el método de Euclides.

Por ejemplo, toda la sección sobre los cinco sólidos regulares y la teoría de las inconmensurables la plagió directo de la obra de Teetetes. Pero aquí aparece, adrede, como hostil al método de Arquitas, Teetetes y Platón.

Donde Euclides partió de definiciones, axiomas y postulados, Teetetes lo hizo del descubrimiento derivado de experimento de que las magnitudes que doblan un cuadrado son de un poder diferente al de las que doblan una línea. Entonces probó su descubrimiento y halló su límite: que no puede doblar el cubo. Mas, como recalcó Platón en el Timeo, la realidad física exige descubrir un principio superior: como lo muestra la construcción de Arquitas, que al propio principio (cúbico) superior lo acota y lo genera un principio de acción aun superior, el hipergeométrico.

Es importante destacar que el error de los Elementos de Euclides estriba en su diseño, y no puede soslayarse con trucos tales como invertir el orden de los Elementos para que empiecen con las construcciones esféricas y desciendan hasta las figuras planas. Euclides y Teetetes investigaron objetos totalmente diferentes. Los sólidos de Euclides son objetos mecánicos; Euclides describe sus características visibles. Los sólidos de Teetetes, Arquitas y Platón son los procesos dinámicos inmateriales, pero sustanciales, que generan los sólidos visibles.

Como lo demuestra la construcción de Arquitas, y como lo confirma el caso del pentagramma miríficum de Gauss a un nivel más avanzado, los sólidos esféricos son, en sí mismos, reflejo de una forma de acción “hiperesférica”. Tales dominios hiperesféricos o, más en general, hipergeométricos, sólo pueden descubrirse, como lo afirma la historia de las ideas, por el método socrático que caracteriza a Platón, Teetetes y Arquitas.

Como da fe de ello el relato de Platón sobre la conversación entre Teetetes y Sócrates, este método únicamente puede obtener resultados veraces, porque refleja el hecho de que la naturaleza fundamental de la humanidad, la creatividad, es una característica universal.

 

El dominio hipergeométrico

Este método antieuclideano de los preeuclideanos Platón, Teetetes y Arquitas sentó la base de todo progreso en la ciencia desde su tiempo. Por otra parte, como Riemann afirmó en su disertación de habilitación de 1854, el método sofista aristotélico de Euclides tendió un velo de oscuridad sobre la ciencia que inhibió el progreso desde esa época hasta la suya.

Dicho velo comenzó a correrse con la obra de Kepler, quien aplicó el método socrático de De docta ignorantia de Nicolás de Cusa para determinar las órbitas físicas de los planetas.

Kepler demostró primero, en su Mystérium cosmográphicum de 1596, que las relaciones entre los planetas visibles correspondían a la que existe entre los cinco sólidos “platónicos” esféricos regulares de Teetetes, mas esto implicaba que las órbitas planetarias eran circulares. Pero, como estableció de entrada en su Nueva astronomía, las pruebas experimentales mostraban que las órbitas planetarias no eran círculos perfectos. “Esto produce un poderoso sentido de admiración que hace que los hombres investiguen las causas [dúnamis]”.

Kepler abordó esta paradoja en oposición a los métodos “euclidianos” de Ptolomeo, Copérnico y Tico Brahe, quienes investigaron la física de las órbitas planetarias desde la perspectiva de las matemáticas aristotélicas de los círculos perfectos. En rechazo a este enfoque, Kepler se dedicó a revolucionar la astronomía y regresar al enfoque socrático que ejemplificaban Teetetes y Arquitas. De este modo, Kepler demostró que las órbitas de los planetas eran de hecho elípticas. Esto lo llevó a su siguiente descubrimiento: que estas órbitas elípticas estaban relacionadas de manera armónica según las mismas proporciones que los seres humanos usan para comunicar ideas mediante la música polifónica del bel canto. Tales proporciones no coincidían con proporciones de números enteros, sino —como Kepler puso de relieve en su ataque al aristotélico Petrus Ramus— con las magnitudes inconmensurables que Teetetes había investigado. Esto es otro indicio de la característica hipergeométrica del sistema solar.

En su introducción de 1612 a la segunda edición de Mystérium cosmográphicum, Kepler nos brindó una retrospectiva de sus propios pensamientos en el marco de la historia que hemos reseñado aquí. En la edición príncipe, Kepler había recalcado que sus descubrimientos no sólo se fundaban en los resultados de los pitagóricos y Platón en cuanto a los cinco sólidos regulares, sino también en su método, del modo que Cusa lo había mejorado. En su dedicatoria original, no sólo destacó sus resultados, sino la naturaleza socrático–cusana del hombre que su descubrimiento de tales resultados confirmaba:

Cuando percibimos cómo Dios, al modo de uno de nuestros propios arquitectos, abordó la tarea de construir el universo con orden y forma, y planificó las partes individuales de conformidad, como si no fuera el arte el que imitaba a la naturaleza, sino Dios mismo que había observado el modo de construir del hombre que había de existir.

En los 25 años que separaron a una y otra edición, Kepler había perfeccionado su descubrimiento original, pero el mundo de habla alemana de Europa Central se había hundido más en las sangrientas guerras religiosas, con el ascenso aparejado de una forma moderna de sofistería conocida como empirismo. En su introducción a la segunda edición, Kepler nota que aunque había avanzado mucho su descubrimiento, optó por no cambiarle nada de sustancia al trabajo original. Esto, para que sus lectores pudieran juzgar su método de pensamiento en la retrospectiva de sus logros subsiguientes, y reconocer así, al modo del Teetetes de Platón, el proceso creativo mismo. Pero Kepler también quería que sus lectores juzgaran sus descubrimientos contra el telón de la historia venidera. En los años que siguieron a la edición príncipe, el conflicto religioso orquestado por los venecianos, el cual venía cocinándose por más de un siglo, erupcionó en la orgía de destrucción y demencia que hoy se conoce como la guerra de los Treinta Años.

Fue así que Kepler, como Platón, insistió que sus contemporáneos, y también las generaciones futuras, consideraran su ciencia como era debido, como una cuestión de vida o muerte para la civilización.

Pudiera que ciertamente aun ahora, tras el trastocamiento de los asuntos austríacos que siguieron, siga habiendo lugar al dicho oracular de Platón. Pues cuando Grecia ardía por todos lados en una larga guerra civil, y la afligían todos los males que por lo general la acompañan, lo consultaron sobre el acertijo deliano, y buscaba un pretexto para sugerirle un consejo saludable a las gentes. Contestó con amplitud que, según la opinión de Apolo, Grecia estaría en paz si los griegos recurrían a la geometría y a otros estudios filosóficos, pues éstos apartarían sus espíritus de la ambición y otras formas de avaricia, de las que surgen las guerras y otros males, hacia el amor de la paz y la moderación en todas las cosas.

Los descubrimientos de Kepler sacaron de nuevo a colación lo que ya había planteado la solución de Arquitas al problema deliano: específicamente, la tensión entre la forma esférica aparente del dominio visible y la naturaleza hipergeométrica de la dinámica de la acción física.

Puede apreciarse una penetración más honda de esta tensión en la investigación de Gauss del “pentagramma miríficum”.

El pentagramma miríficum lo había investigado originalmente el contemporáneo de Kepler, John Napier. En el marco de los avances en la astronomía esférica, Napier había empezado a develar el origen hipergeométrico de las características de la acción esférica. Su descubrimiento implicaba la construcción de una cadena de triángulos esféricos rectos, a los que llamó “el pentagramma miríficum” (ver figura 5).

Pero el significado más profundo de esta construcción sólo surge con la investigación de Gauss, como informan dos conjuntos de fragmentos de sus cuadernos de apuntes. Aunque las implicaciones de la exploración de Gauss del pentagramma miríficum son bastante amplias, el significado epistemológico puede ilustrarse con referencia a sólo unos cuantos de los resultados.

En su primer fragmento, Gauss investiga la relación entre las características de un pentagramma miríficum esférico y el pentágono plano que genera a partir de su proyección central. Como ilustra la figura 6, las características del pentágono plano no son más que producto de las del pentagramma miríficum esférico del cual fue proyectado. Esto indica lo que Gauss recalcó desde su primera obra hasta su muerte: ¡el plano euclidiano no existe!

Pero este pentagramma esférico también tiene un origen superior. En los fragmentos cinco al doce, Gauss muestra cómo el pentagramma esférico y su proyección son producto de una función elíptica que, a su vez, es un producto de una hipergeometría que la remplaza (ver figura 7).

 

Los métodos antieuclideanos de Kästner

Los descubrimientos de Gauss en cuanto al pentagramma miríficum reflejan su dedicación apasionada a los métodos antieuclideanos a los que lo reclutaron sus primeros maestros, E.A.W. Zimmerman y Abraham Gotthelf Kästner. Kästner, quien fue el principal defensor de Kepler, Leibniz y Bach la mayor parte del siglo 18, fue un pedagogo consumado. Junto con Zimmerman y otros, ayudó a aplicar el plan de Leibniz para un sistema educativo centrado en desarrollar las facultades creativas de los estudiantes mediante un acento en el dominio de lenguaje y el estudio autodidacta de los clásicos originales de la ciencia y el arte en su marco histórico. Los siete volúmenes de sus Elementos matemáticos de 1758 presentan los descubrimientos principales de la ciencia entonces conocida como una serie de ejercicios pedagógicos diseñados para facilitar el recreo del estudiante en ellos; exactamente el enfoque contrario al método menticida de los Elementos de Euclides.

Los cuatro volúmenes de La historia de las matemáticas, desde la restauración de la ciencia hasta el fin del siglo 18 de Kästner, de 1796, ofrecen una panorámica polémica del marco histórico en que ocurrieron esos descubrimientos, poniendo de relieve la superioridad del método socrático, del que son típicos Leonardo, Cusa y Kepler, a diferencia de las sofisterías aristotélicas características de Galileo y Newton. Además de estos trabajos en la ciencia, Kästner fue una figura destacada en la evolución del arte clásico, escribiendo volúmenes enteros de epigramas, poemas y ensayos estéticos polémicos. Entre sus alumnos estaba el dramaturgo Gotthold Lessing, el colaborador de Moisés Mendelssohn que revivió a Shakespeare y sentó los fundamentos del teatro clásico alemán. Gauss llamó a Kästner, “el primer poeta entre los matemáticos, y el primer matemático entre los poetas”.

Entre las polémicas de Kästner destacan sus ataques directos a la estupidez de los Elementos de Euclides. En numerosos ensayos, así como en las obras antedichas, Kästner le apuntaba al talón de Aquiles de los Elementos: el postulado de las paralelas. Kästner insistía que este postulado, a veces también llamado el onceavo axioma, que afirma que las líneas paralelas existen, nunca podría probarse, y que sólo se apoyaba en el supuesto falso de que el espacio es plano y extendido de forma lineal a infinito. De probarse falso este supuesto, mediante un experimento físico, el postulado de las paralelas no sería cierto, y la retícula entera de teoremas de la geometría de Euclides quedaría al descubierto como el mundo fantástico que es.

Desde joven, Gauss retomó las investigaciones de Kästner, escribiendo en sus apuntes de 1797, a la edad de 20, que primero tenía que probarse “la posibilidad del plano” (esto es, la cualidad plana euclideana del espacio). El trabajo posterior de Gauss con el pentagramma miríficum es una extensión de este rechazo temprano del euclidianismo.

La lucha de Kästner contra el sofismo lo enfrentó directamente a la causa imperial con eje en la Compañía de las Indias Orientales británica: los descendientes de las redes bancarias asociadas con los enemigos de Sócrates, Platón, Arquitas y Teetetes en la secta del Apolo délfico. Esto lo alió directo con el principal científico de la época, el estadounidense Benjamín Franklin, a quien hospedó durante su visita a Gotinga en julio de 1766. También lo convirtió en un rival directo de los sofistas imperiales más importantes de entonces: Euler, D’Alembert y Lagrange.

Gauss fue uno de los últimos alumnos de Kästner. Nacido un año después de la Declaración de Independencia estadounidense, creció en una época de más esperanza que la de Teetetes. Esa esperanza, presagiada por el establecimiento exitoso de la república estadounidense y la influencia de sus patrocinadores leibnizianos, en especial la del ya añoso Kästner, inspiró en Gauss un rechazo apasionado del sofismo. Esta pasión juvenil cobró expresión en su tesis doctoral de 1799, luego llamada el “Teorema fundamental del álgebra”, en la que denunció la vaciedad de las autoridades científicas punteras de los imperialistas, Euler, Lagrange y D’Alembert.

Gauss, como Kästner y Platón, también advertía la conexión que había entre la influencia del sofismo en la ciencia y las condiciones políticas de la sociedad. En su “Cátedra introductoria de astronomía”, de alrededor de 1805, Gauss subrayó la importancia de perfeccionar las facultades creativas de la mente individual para el mejoramiento de toda la sociedad. Y, atacando a esos sofistas que desestimarían la astronomía preguntando, “¿de qué sirve una ciencia así?”, Gauss dijo:

No es una buena señal del espíritu de la época si uno escucha una pregunta tan llevada y tan traída. Indica en parte una incongruencia desafortunada entre las necesidades de la vida (o esas “necesidades” consideradas como necesarias) y los recursos para satisfacerlas; es una confesión silenciosa de un grado de dependencia de esas necesidades de verdad indignas de alabanza, si uno se cree obligado a relacionar todo con nuestras necesidades físicas, si uno exige una justificación u ocupación con una ciencia y no puede comprender que hay gente que estudia sólo porque esto es una necesidad para ella. Sin embargo, nuestra mera pobreza no prueba (con documentos) que semejante manera de juzgar sea, en el acto, una forma de pensar mezquina, estrecha y perezosa, siempre una disposición a calcular de forma nerviosa la recompensa de cada aserción concisa, una indiferencia e insensibilidad ante lo grande y ante aquello que honra a la humanidad. Por desgracia, uno no puede encubrir el hecho de encontrar que tal modo de pensar predomina mucho en nuestra época, y quizás sea muy cierto que esta actitud está muy relacionada con el infortunio que a últimas fechas ha golpeado a tantos Estados. No me malentiendan, no me refiero a la muy frecuente insensibilidad por las ciencias mismas, sino a la fuente de la que proviene, la tendencia en todas partes a preguntar primero sobre la ventaja y a relacionar todo con el bienestar físico, la indiferencia por las grandes ideas, la aversión al esfuerzo que proviene meramente del puro entusiasmo por la cosa en sí. Digo que tales características, de predominar en demasía, pudieran ser una intervención decisiva en las catástrofes que hemos experimentado.

En la época en que se pronunció este discurso, la causa estadounidense se había suprimido cada vez más en Europa, tras la orgía de sofismo dirigida por los británicos y conocida como la Revolución Francesa, y el ascenso del fascismo moderno en la forma del Napoleón Bonaparte del satánico Joseph de Maistre. Éstos son los “infortunios” y “catástrofes” a los que Gauss se refiere en su cátedra. Con este cambio en el clima político, la muerte de Kästner en 1800, la toma de la École Polytecnique por el “matemático favorito” de Napoleón, Lagrange, y la venganza personal directa de Napoleón en su contra, Gauss se volvió cada vez más cauteloso acerca de expresar su ideas antieuclidianas. Empero, al trabajo de toda su vida siguió guiándolo este norte epistemológico, y todos sus descubrimientos importantes son resultado de ello.

En estas condiciones de virtual dictadura imperial, en especial desde el Congreso de Viena de 1815 en adelante, Gauss sólo expresó de manera explícita sus convicciones antieuclideanas en su correspondencia privada con sus colaboradores más cercanos. En esas circunstancias, afirmó enfático que era un dedicado antieuclidiano, pero que nunca podría publicar sus ideas porque provocaría “la protesta de los beocios”.

Poco antes de su muerte, Gauss tuvo el privilegio de asistir a la disertación de habilitación de su último y más prometedor estudiante, Bernhard Riemann: Sobre las hipótesis que subyacen a los fundamentos de la geometría. En esa ocasión, para gran deleite de Gauss, Riemann declaró en público lo que su maestro nunca dijo.

Y los beocios, a quienes Teetetes murió combatiendo, no han dejado de chillar hasta la fecha.

—Traducción de Manuel Hidalgo.

 

 

 

 

 

 

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